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Talismanes y objetos de la suerte.

Por: Juan Francisco Santana Domínguez



Recuerdo, parece hoy, pero fue muy ayer cuando en mi humilde equipaje no podía faltar una bolita dorada e imantada que colgaba, de su cadena, en mi joven pecho, era un objeto de cierto peso para sus pequeñas dimensiones. Estaba muy convencido de que aquel colgante me hacía viajar a lomos de dóciles dragones y de blanquísimos unicornios, además de regalarme muchísima suerte.

La tocaba, delicadamente, como si fuese una piel de la que estuviera enamorado, cuando iba a hacer un examen, de aquellas asignaturas que no me gustaban lo suficiente o cuando sentía que el peligro me acechaba. Recuerdo una ocasión que casi me vi forzado por amigos de mayor edad a probar algo que consideraba, en mi fuero más interno, peligroso para mi continuar creciendo. No sé cómo saqué fuerzas para decir un no rotundo, pero pude hacerlo a pesar de las presiones que me llegaban desde aquellas bocas juguetonas, e insultantes, que flirteaban con el peligro. Así logré vencer aquella azarosa situación y otras similares, saliendo siempre, con decoro, de ellas. Me aferraba a aquella bolita con todas mis fuerzas.

Su roce y frecuente uso hicieron que la cadena que le tenía sujeto a mi cuello cediera, sencillamente se rompió e intenté buscar una solución. ¡Me era tan necesaria aquella bolita! Dejó de ser un colgante para ocupar un lugar en mi cartera o en mis bolsillos pero su nueva ubicación hizo que, de repente, desapareciera debido a algún roto en mis desgastados bolsillos. Me sentí abatido, desesperado y desolado al perder aquel tesoro de mi suerte. Busqué, ansioso, un sustitutivo ante la dolorosa pérdida. El primero fue un coquito que daba un curioso árbol. Todavía quedarán, jugando al escondite, por casa algunos de aquellos coquitos. Hoy en día intento acudir al poder de mi mente e intento, ¡no siempre lo consigo!, que me ofrezca las soluciones pertinentes, las que deseo que sucedan y que me producen bienestar, es entonces cuando, con más insistencia si cabe, vienen a mis recuerdos aquellos talismanes de mi suerte.

Muchos somos los que hemos acudido a esos talismanes, a esos remedios, a esas creencias, a eso que otros llaman supersticiones y así podemos ver, entre otros, si no queremos vernos tan frágiles y tan dependientes, a muchos soberanos que también se aferraron a sus objetos de la buena suerte. Quiero aprovechar, como es costumbre, un artículo que salió en la prensa, en el año 1907, que se titulaba “La superstición de los Reyes”. En el mismo se podía leer que la superstición no es patrimonio de la gente ignorante y de humilde condición porque tal preocupación forma parte de todas las clases sociales, y, al igual que la muerte, lo mismo penetra en la choza del pobre como en el palacio del poderoso.

Nicolás II, el zar de todas las Rusias, era dueño de un anillo que consideraba necesario llevar siempre consigo. Si por casualidad se le olvidaba ponérselo no se atrevía a salir de su palacio. El misterioso anillo contenía un diminuto trozo de madera, que se decía que procedía de la cruz de Cristo. La circunstancia de no haberlo llevado puesto el abuelo del Zar, en el momento de morir asesinado, aumentó poderosamente la fe que se tenía en sus virtudes protectoras.

El emperador alemán poseía, igualmente, una sortija, que consideraba como un talismán, aunque parece ser que fueron pocos los que conocieron esa circunstancia. Sobre dicho anillo se conocía una historia tan curiosa como absurda que le ocurrió al Elector Juan de Brandeburgo. Se dice que una noche, mientras dormía, un sapo entró en la regia estancia y depositó una piedrecilla sobre el lecho y después desapareció. Desde entonces la piedrecita, aunque desprovista de valor real alguno, fue conservada como una de las más preciadas joyas de la Casa de Hohenzollern. Federico el Grande hizo montar la piedra en un anillo de oro y a partir de entonces fue usada, sin interrupción, por él y por sus sucesores.

El Emir de Afganistán, ya muerto en el mencionado año de 1907, era otro personaje dominado por la superstición de los anillos y a uno de ellos, que siempre usaba, atribuía el haberle salvado de los muchos complots que contra su vida fraguaron sus enemigos.

Napoleón I llevaba en sus dedos dos anillos, a los que atribuía un misterioso poder. Ambos fueron, con el paso del tiempo, a poder de Napoleón III, quién los usó durante toda su vida. Se dijo que al morir este último soberano una persona de su familia trató de sacárselos de los dedos para entregárselos a su hijo, el príncipe imperial, pero por razones que se desconocen éste se negó a aceptarlos. No faltó quien atribuyera a aquella extraña obstinación el temprano fin de aquel joven príncipe que murió en África, a manos de los zulúes, luchando contra éstos como oficial del ejército inglés.

Posiblemente se trate de simple superstición pero, al igual que aquellos personajes históricos, yo simplemente pensaba que todo debía salir bien y, acompañándolo de un lenguaje positivo, me aferraba a su poder que no era más que el que yo mismo le daba, haciendo mi mente y la naturaleza el resto. Para concluir decir que, simplemente, en la mayoría de los casos, por dejar un pequeño margen para la duda, se trata de objetos, de talismanes, que tienen el poder que el que los posee le quiere dar; que a muchos seres humanos ayudan a sentirse más seguros y de que su posesión supone que las cosas sucederán de la mejor manera posible. Hoy, más que nunca, cuando las visitas de la Oscuridad son habituales, desearía encontrar aquel redondo y dorado objeto, de aquellos alejados años, la inolvidable bolita que, creí, convertía en verdades las joviales utopías.

Juan Francisco Santana Domínguez

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