Por: Esteban Rodríguez
Sentíamos mucho frío, al menos eso decíamos antes de entrar a la fiesta de fin de año. Accedimos por la cocina donde trabajaba Jacinto el torta. Con él trabajaban dos trans- de todo un poco. Todo se precipitaba sobre la masa de harina. La tradición de pan caliente y caldo de pollo se cumplía a rajatabla desde los años en que el abuelo Perico escapó vivo de la guerra incivil. Se abrieron las puertas y las contrapuertas que daban acceso a la zona noble convertida en multisalas multiusos, pasillos y rincones desahuciados incluidos. Gritos de sirenas, luces de neón, zombis con corbata, y al final de una escalera que no llegaba a ningún sitio, alguien cantaba una canción. Nadie le escuchaba, tampoco se escuchaban entre si, ni siquiera parecía que supieran lo que hacían, hablaban o expresaban. Ruido, mucho ruido mientras rodaban botellas sobre una barra interminable ofreciendo placer a los vasos que los zombis portaban y mostraban con lujuria y provocación. Yo estaba allí, mi hermano Alberto, mis primos extranjeros Richard y William, y la sobrina del jefe de la empresa en la que trabajaban la mayoría de insensatos presentes. Katy, una joven elegante con dos piernas washingtonians que se movían como las de la avenida marítima cuando hace viento, tenía conquistada a toda la familia presente, habíamos recuperado la baboseria de los primeros dientes de leche, y alguno incluso los pañales de tela que le ponían al abuelo de niño. El frío se acabó tan pronto llegó la policía dando porrazos a diestro y siniestro. Han pasado diez años de aquel 6 de diciembre, mi hermano desapareció y no he vuelto a cruzar palabra con mis primos extranjeros. La masa de harina no llegó a fermentar con la que se formó. Katy y yo continuamos sin comprender por qué no nos dejaron tomar el caldo de pollo aquella madrugada. Erg.
©Esteban Rodríguez, Erg
Las Islas Canarias, España
Para Top Magazine
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